Recuerdo de modo entrañable la primera vez que mi padre me llevó a una piscifactoría en León, la emoción de ‘pescar’ aquel enorme pez, que luego comeríamos al modo leonés, frito con jamón en una sartén. Era emocionante, porque era una actividad fuera de casa, en familia, en aquel entorno tan raro, con la emoción del pez luchando al otro extremo de un palo de bambú sin apenas un cebo. Recuerdo con cariño también la primera vez que acompañé a mi padre al río, con una caña fabricada con restos de sus cañas, y unos mosquitos, al estilo de león -mosca ahogada con pluma de gallo de la Cándana- también hechos por mí. Bogas, tencas, piscardos, truchitas… a veces se enganchaban en mis lustrosos, pero inventados, cebos artificiales. Recuerdo aquellas tardes al sereno, con la saltona picando el agua, y las cebadas de algunas truchas más grandes… pasear por el río en silencio, notando la presión del agua en las botas altas, las nubes de efémeras y tricópteros, silenciosas, posándose en la mano, la niebla baja pegada al agua, las ramas de sauce mecidas por la corriente… pero recuerdo más aun la primera trucha grande que pesqué. Estaba en La Flecha de Torío, un sitio bonito y cercano a León donde podía ir en bici, y con un puente colgante de madera mítico, desde el que ver los peces. Pues aquella trucha, quizás de unos 30 cm, que tanta ‘ilusión’ me hizo, la lucha que me regaló durante un buen rato, llevándome al fondo de la poza, u ondeando el lomo en la corriente, sin dejarse ganar hasta el final… esa trucha, que tanta emoción me regaló… me regaló mucho más: Fue la última. La tuve en la mano, ya desfallecida, con mi anzuelo en su labio, y lo vi claro. Se acabó la pesca. ¿quién era yo para regalar ese sufrimiento, a mi antojo, a ese ser que solo se empeña en vivir, una vida no precisamente fácil, y con suficientes obstáculos de por sí? ¿Cómo puede ser mejor matarlo, o simplemente herirlo -pesca y suelta- para ‘gozo’ de algún individuo, en lugar de verlo en libertad, observando su etología, sus cebas, sus saltos a por alguna presa, su freza, el remonte de los ríos al final del año…? Pues está claro: no puede ser. Es injustificable. Así que desde entonces (que ya era pescador de mosca seca, sin muerte, incluso sin anzuelo, y montador de mis propios aparejos) mejor coger la cámara y el vadeador, que el arma.
Hablando de salmónidos, que por estas fechas remontan los ríos en busca de las zonas limpias y someras, de suelo pedregoso, predilectas para la próxima freza, parece increíble que puedan en muchos casos alcanzar su propósito, con la cantidad de obstáculos que el hombre se empeña en poner en su camino. En el caso del Salmón atlántico, más increíble aun, ya que tras un periplo de dos años por el mar, estos instintivos peces deben buscar la entrada al río que los vio nacer, y remontar hasta donde fueron años atrás concebidos para hacer lo propio.